Finis Terrae.

© J. A. Menéndez, 2007.


Estaba aquí, en estas mismas rocas, a los pies del faro, en los últimos metros de lo que era el fin del mundo para los romanos. Mi marido me comentó de pasada que la tripulación de la Campeona había visto en las últimas semanas una figura humana en las rocas bajo el faro siempre que salían a faenar. Al principio pensaron que se trataba de alguna escultura, una de esas obras de arte modernas en lugares imposibles. Pero los prismáticos lo desmintieron. Se movía. Era una persona, imposible determinar si hombre o mujer, aunque sí de edad adulta. Y allí seguía, con buen o mal tiempo. A veces erguida, a veces sentada. Siempre escrutando el mar.

Al día siguiente, después de dejar a Ariadna en el colegio, mi curiosidad se impuso a la cortina de agua que caía sin cesar y conduje hasta el faro. Los limpiaparabrisas funcionaban a máxima velocidad y apenas sí me otorgaban un instante de visibilidad antes de que el torrente líquido volviese a anegar el cristal. Nadie en su sano juicio permanecería a poco metros del mar embravecido en tales condiciones pero mi marido había dicho que siempre estaba allí y qué mejor circunstancia para comprobarlo.

Aparqué junto al faro, incapaz de decidirme a salir. Las rachas de viento empujaban la lluvia contra el coche como metralla, golpeándolo sin miramientos, dejando claro que no iban a tener consideración con nada ni con nadie que se atreviese a desafiarlas. Abrí la puerta del coche un poco y una fuerte racha coló agua y frío en el interior. Cerré de nuevo. Ni de broma iba yo a salir en tales condiciones. Consulté la hora. Aún era pronto. Podía esperar diez, quince minutos, antes de regresar para abrir la consulta. Lo único que tenía programado para la mañana era una orquiectomía para el perro de la señora Laura y con aquel tiempo era improbable que apareciesen más clientes.

No esperaba que la lluvia cesase, por estos lares puede pasarse días enteros azotando la tierra sin descanso. Me conformaba con que amainase un poco, con que el viento rebajase su violencia lo suficiente como para que asomarse a las rocas no implicase un riesgo de muerte por caída casi cierto. Que curiosa sí, un rato, pero tonta no.

Y como quien no quiere la cosa, escampó. Oh, sí, eso también es característico del lugar. En un instante te estás ahogando y al siguiente luce un sol digno del caribe. Las nubes oscuras se alejaban hacia el Este y dieron paso a un cielo azul, despejado. El inconfundible graznido de una gaviota anunció el fin del chaparrón y me infundió la seguridad necesaria para salir del coche. El aire olía a salitre, a atmósfera recién regenerada. El suelo estaba empapado, con múltiples charcos aquí y allá y el sol recién llegado era incapaz de calentar aún el frío ambiente que la lluvia precedente había instaurado. Me abroché el cuello del abrigo y rodeé el faro con precaución para no resbalar en las húmedas rocas.

La vista mareaba. Tan sólo unos metros de roca ante mí y después nada salvo el océano revuelto que se terminaba confundiendo con el cielo en la línea del horizonte. La visión era una buena dosis de humildad que ponía a cualquiera en su sitio. No me extraña que los romanos creyesen que aquí acababa todo y que más allá sólo había monstruos.

Tal y como mi marido me había asegurado, allí estaba, destacando a medio camino entre el faro y las olas rompientes, una figura blanca, sentada, que contemplaba el mar. Descendí con sumo cuidado, sujetándome a veces en las rocas para no perder pie sin querer y acabar rompiéndome la crisma como las olas rompían con fiereza poco más abajo. Llegué hasta donde estaba sentada la figura, que o no me escuchó llegar o no se dio por enterada. Abrazaba sus rodillas con la vista fija al frente. En un primer momento pensé que se cubría la cabeza con un neopreno negro pero era en realidad su cuero cabelludo, oscuro como el carbón y sin un pelo a la vista. Si era calvicie o afeitado no supe discernirlo ni entonces ni después. La ropa que llevaba, un anorak y un pantalón de un blanco inmaculado que contrastaba con su piel, estaba empapada.

—No recuerdo ninguna ley que lo prohíba —dijo justo antes de que mis labios se abriesen para preguntar si podía sentarme a su lado. La voz era neutra, musical.

—¿Cómo has sabido lo que te iba a preguntar?

—Nadie viene hasta aquí abajo para contemplar el paisaje. Hay mejores vistas arriba.

Me acomodé a su lado en la húmeda roca. Mantenía la vista al frente, clavada en algún punto del horizonte indistinguible del resto. Por más que me esforcé, no conseguí ver nada allí donde recaía su atención.

—Me llamo Eva —me presenté.

—No es un mal nombre. Antiguo como la humanidad.

Del suyo no hubo ni asomo. El frío y la humedad calaban mi abrigo allí donde entraba en contacto con la roca.

—¿Puedo preguntarte qué haces aquí?

—Sin rodeos. Me gusta. Espero.

—¿A alguien, a algo…?

—Mi destino está a unos noventa kilómetros en aquella dirección —dijo señalando al punto del horizonte en que tenía fija la mirada—. Éste es el lugar emergido más cercano. Hasta que pueda llegar allí, espero.

—¿Y no sería mejor conseguir un barco o una lancha motora que te lleve hasta allí? Mi marido trabaja en el mar y puede ayudarte a encontrar una embarcación.

Me miró. Sus iris eran de un azul intenso, como si hubiesen adoptado el color del propio mar de tanto mirarlo. No encajaban en aquel rostro tan oscuro que podría confundirse con una sombra. Sus facciones no dejaban claro si estaba ante un hombre o una mujer, aunque sin saber muy bien porqué parecían decirme que tampoco importaba. Era un rostro hermoso. No del tipo de belleza que ganaría un concurso. Del tipo que arrancaría lágrimas a Stendhal.

—Mi destino no está en la superficie de mar, sino en el lecho de lo que ahora son sus profundidades.

—¿Un submarino entonces?— titubeé.

—Llegaré a pie —su mirada se apartó de mí y regresó al horizonte—. No hay otra forma de hacerlo.

—Pero… pero… Son muchos kilómetros de dios para caminar bajo el agua, no se puede ir andando hasta allí.

Sonrió como si hubiese dicho algo gracioso que sólo él, o ella, pudiese comprender.

—Se podrá. Los signos están ahí para quien puede verlos. Pronto sonarán las trompetas y los océanos desaparecerán. No conviene estar en el agua cuando suceda. Después podré caminar hasta mi destino. Tendré siete días justos para alcanzarlo, porque después este mundo habrá llegado a su fin.

—Y… ¿qué se supone que tienes que hacer allí? —pregunté intentando ocultar el atisbo de miedo que empezaba a formarse en mi interior. Estar sentada en unas rocas resbaladizas junto a una desequilibrada no se me antojó la mejor de las situaciones.

—No tienes porqué asustarte. No voy a causarte ningún mal. No importa lo que hayas oído sobre mí. Estáis a salvo de mi ira. Al menos tú y tu gente.

Si su objetivo era tranquilizarme, no lo estaba consiguiendo. El corazón se me había acelerado y mi instinto me decía que saliese de allí corriendo. Poco práctico mi instinto. Correr cuesta arriba por unas rocas empapadas parecía incluso más peligroso que quedarse allí sentada.

—¿Mi gente?

—Este mundo —hizo un ademán abarcando nuestro alrededor —. Vinimos a salvarlo. A salvaros. Pero ha transcurrido demasiado tiempo. La muerte o el olvido han dado cuenta de los demás. Yo soy todo lo que queda. Y sin ayuda no puedo salvar nada.

El mar rompió con inusitada fuerza contras las rocas a nuestros pies, como riéndose de ella, o desafiándola.

—No podré salvar este mundo, —pareció responderle al mar— pero aún puedo ajustar viejas cuentas pendientes.

Reuní todo el valor que me quedaba y le cogí una de sus manos entre las mías. Su tacto era suave, cálido.

—¿Necesitas ayuda? Yo puedo ayudarte.

Desvió de nuevo su mirada hacia mí y un escalofrío me recorrió la entrañas. Durante unos interminables segundos sentí como si me estuvieran haciendo una radiografía de hasta los más recónditos recovecos de mi alma. Pero por extraño que resulte, el temor desapareció y experimenté una sensación de paz que lo reemplazaba como la niebla que se adentra en tierra al amanecer.

—Es demasiado tarde —rompió su silencio con una sonrisa—. Pero gracias. Gracias por confirmarme una última vez que no me equivoqué.

La abracé por instinto y me envolvió una sensación de ternura como nunca antes había sentido.

—No te marches. Volveré con ayuda enseguida.

Rompí el abrazo y ella regresó a su interminable observación del horizonte.

—Volveré, tienes mi palabra —dije mientras me levantaba.

No respondió, concentrada de nuevo la mirada en su imaginaria misión. Subí hasta el faro tan despacio como había descendido, cargando ahora con la doble responsabilidad de no partirme la cabeza y encontrar ayuda.

Llegué hasta el coche agotada. Las gaviotas seguían graznando en el cielo. Las nubes oscuras preñadas de agua se perdían de vista a lo lejos, tierra adentro. Eché mano del teléfono para llamar al 112 y pedir la ayuda que yo no estaba capacitada para prestarle.

No me dio tiempo a marcar.

El mundo se llenó de un aullido. De un quejido. Saturaba el aire y abotargaba mis oídos, mi mente. Solté el teléfono y me tapé los oídos, en vano. El sonido se colaba a través de cada una de mis células, hacía vibrar cada fibra de mi ser, removiendo mi esencia de formas inenarrables. Caí de rodillas mientras la vista se me nublaba y gotas rojas procedentes de mi nariz manchaban el suelo frente a mí. Me derrumbé y perdí el conocimiento.

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando desperté el cielo se teñía de tonos rojizos, como en un anochecer interminable. El frío había remitido y el aire parecía inmóvil, pesado, reseco. El silencio era estremecedor. Ni gaviotas graznando, ni olas rompiendo. Me incorporé. El suelo estaba seco, ni rastro de la lluvia que lo había encharcado todo antes. Y tampoco del océano que había bañado la costa desde tiempos inmemoriales. Tierra cuarteada se extendía a todo lo que daba la vista, fundiéndose en el horizonte con el cielo anaranjado.

Me apresuré a rodear el faro y volver a descender por las rocas. A toda prisa, con el corazón en un puño y sin reparar en riesgos. Las preguntas se agolpaban en mi cabeza. La duda. El terror.

Estaba aquí, en estas mismas rocas, a los pies del faro, en los últimos metros de lo que era el fin del mundo para los romanos. Pero también ha desaparecido. Forzando la vista, creo ver un punto blanquecino que se mueve a lo lejos, en la dirección que contemplaba. O quizá es sólo un reflejo, un espejismo.

Finis Terrae, el fin de la tierra, es el nombre que le dieron a este lugar. Pero ahora este ya no es el fin, la tierra se extiende por todo el territorio que antes era exclusivo de los monstruos. O quizá sea al revés. Quizá lo que se haya extendido por toda la tierra sea el fin.

© 2024, J. A. Menéndez. All Rights Reserved.