Tiempo muerto.

© J. A. Menéndez, 2004.


─Y de esta forma llegamos al punto clave, la omnipresente piedra de toque: el tiempo. El tiempo, señores, ese fantástico misterio... ¿Alguno de ustedes sabría definirme lo que es el tiempo?

El profesor Raveworth observó a su auditorio. Los estudiantes, en su mayoría en las primeras filas, se afanaban en tonar notas sobre su conferencia en tanto que los hombres de ciencia se dividían entre los que bostezaban y aquellos otros que mostraban gestos de un iracundo desacuerdo con la exposición.

─Por supuesto que no pueden. Porque a pesar de que el tiempo, como ya postulase el insigne pensador Inmanuel Kant, forma parte intrínseca de nuestra percepción del mundo, es un auténtico desconocido para nosotros. Créanme, con el paso del tiempo, valga la ironía, seremos capaces de descubrir los secretos últimos de la materia, de la energía, convertiremos el barro en oro y seremos poderosos como los antiguos dioses de la mitología. Pero, caballeros, créanme también cuando les digo que el tiempo seguirá por siempre siendo una incógnita sin despejar. ¿Cómo podríamos llevarlo a un laboratorio? ¿Cómo poder controlar algo que ni tan siquiera sabemos qué es?

Hizo una pausa que aprovechó para tomar un breve sorbo de aquel agua inmunda que la universidad se obstinaba en servir en todos sus actos públicos. Las últimas filas del salón estaban empezando a despoblarse. El grupo de visitantes franceses abandonada en aquellos momentos la estancia sin preocuparse en disimular su desinterés por la conferencia. Raveworth sacó de su chaleco el reloj de bolsillo y abrió la tapa, alzándolo.

─Esto, estimados colegas, es lo único que podemos hacer con el tiempo: medirlo. Dar fe de su insultante avance, sin poder ni entender cómo sucede ni mucho menos cómo controlarlo o alterarlo.

Se fijó en la hora. Las doce y tres minutos. Oh, oh. Se suponía que la conferencia había terminado hacía tres minutos. Y no sólo eso. Se suponía que debía terminarla unos minutos antes para poder llegar a tiempo a la alameda del otro extremo de la ciudad.

─Y hablando de controlarlo. Mucho me temo que es él quién nos controla a nosotros. ­─El público no apreció su retruécano. Observó con resignación cómo alguno de los estudiantes tomaba nota de él como si tuviese la misma importancia que el resto de la conferencia­. ─ Ahora, si me disculpan, hay deberes que reclaman mi atención inmediata. Que tengan ustedes un buen día.

Bajó del estrado y se dirigió con rapidez hacia la salida, evitando la habitual nube de estudiantes que buscaban congraciarse con su profesor.

─Profesor Raveworth... ─el hombre que le reclamaba era uno de los poco integrantes del grupo francés que se había quedado hasta el final.

─Lo lamento, monsieur. El tiempo, el tiempo, ese Cronos tirano. Venga usted a verme esta tarde a mi despacho y hablaremos de lo que desee.

Dejó al estupefacto caballero con la palabra en la boca y salió raudo y veloz hacia los servicios del ala. Aún llevaba su reloj en la mano, las doce y cuatro, rediós, iba a llegar maleducadamente tarde a la importante cita. Entró en el cuarto de aseo y se encerró en uno de los excusados. Pulsó uno de los botones del reloj y las manecillas se detuvieron. Y con ellas también se detuvo el tiempo.

Doce y cinco. Aceptable. Ahora disponía de todo el tiempo del mundo para llegar hasta la alameda. Abrió la puerta del excusado y atravesó los solitarios servicios. Salió al pasillo, donde docenas de personas paralizadas cumplían el ritual del cambio de clase de las doce. Zigzagueó entre las estatuas vivientes observando las caprichosas posturas que casi siempre permitía ver el tiempo congelado. Aquel tic en una cara, el lápiz a medio camino entre un bolsillo y el suelo, el rápido gesto de su dueño intentando atraparlo al vuelo. Raveworth se detuvo un instante y colocó el lápiz en la mano del estudiante, sonriendo ante la cara de sorpresa que pondría cuando el tiempo volviese a discurrir con normalidad.

Alcanzó la puerta del edificio y salió al cálido sol de mediodía. La primavera estaba casi agonizando ante el ímpetu del nuevo verano. Una bandada de pájaros detenida allá en lo alto iniciaba su peregrinaje hacia las tierras más frescas del sur. Un grupo de chiquillos correteaba por la orilla del cercano río, detenidas sus risas sin eco. Tomó rumbo Este y abandonó el campus en pos del mercado de abastos.

El mercado semejaba una estampa obtenida con daguerrotipo, bulliciosa actividad congelada para que un entomólogo pudiese estudiarla con total precisión. Ah, esta parte era la que más le gustaba a Raveworth. En cierto modo le hacía sentirse como un dios, podía intervenir en el devenir de aquellos seres sin que notasen su mano en ello. Colocó un cajón delante del pie de un pillo que escapaba a la carrera con el botín en la mano, sacó algunas monedas de aquí y de allá y las depositó a los pies de aquellos mendicantes que parecían necesitarlo de verdad, sació su hambre con una hermosa manzana del mayor puesto de frutas y se llevó un ramo de rosas amarillas de la calle de las floristas.

Abandonó el mercado y cruzó el centro de la ciudad, raudo y veloz hacia su objetivo. Ayas con sus pequeños, parejas de enamorados con sus carabinas y un buen número de integrantes de la flor y nata de la ciudad estiraban sus piernas dando un paseo por la alameda. Localizar a la señorita Smiletown no fue complicado. Cada viernes realizaba la misma ruta acompañada de la hosca dama de compañía que su familia le tenía asignada. Normalmente Raveworth saludaba a tan distinguidas damas junto al estanque de los peces color naranja pero en aquella ocasión ya habían superado ese punto de su paseo. Encontró sus pasos junto a la fuente del águila. La señorita Smiletown tenía un gesto de contrariedad mezclada con preocupación y su mirada parecía estar buscando algo a su alrededor. Raveworth se sorprendió al observar en la cara de la dama de compañía prácticamente la misma expresión que en la de su señora. Ah, cuánta información se obtenía cuando se podían observar los acontecimientos con el detenimiento que el paso normal del tiempo no permitía.

Se situó al otro extremo de la fuente, fuera del campo visual de las dos mujeres, puso en perfecto estado de revista su indumentaria, escondió a su espalda ramo y reloj y pulsó de nuevo el botón. El discurrir del tiempo volvió a reanudarse y todo regresó a la vida con el mismo contraste imperioso que le seguía sobrecogiendo después de tantas ocasiones. Avanzó hacia las damas con paso calmado y una sonrisa en la cara. Cuando la señorita Smiletown le vio su gesto cambió, su cara se llenó de luz como una hermoso paisaje bañado por aquel magnifico sol de primavera.

─Buenos días tengan mis dos damas favoritas ─saludó haciendo una leve inclinación de cabeza.

Las dos mujeres correspondieron con una leve reverencia. La señorita Smiletown cerró su sombrilla y le dedicó un medido reproche.

─Creía que nos había abandonado, profesor Raveworth.

─Antes se secarán los mares que dejaré yo de disfrutar de su magnífica compañía. Veamos si puedo complacerla. ¿Qué delicada flor desea hoy para acompañar su sinpar belleza, señorita Smiletown?

La interpelada sonrió, juguetona. Raveworth le devolvió la sonrisa. Podía imaginarse la mente de aquella muchacha paladeando algún tipo de maquiavélico truco para poder por fin atraparle en un renuncio.

─Rosas amarillas, profesor.

Raveworth retiró de su espalda el ramo de rosas. La joven emitió una risita de victoria, dulce como el trinar de un ruiseñor.

─Le he ganado, profesor. Sabía que usted traería rosas amarillas pero en realidad hoy me apetecían violetas.

Raveworth sonrió con más energía y guiñó un ojo a la joven. Su dama de compañía saltó inmediatamente al quite ante aquel desmesurado acto de confianza que se acababa de tomar el profesor, adelantándose hasta casi interponerse entre ellos dos.

─Sabía que no deseaba las rosas; son para su adorable dama de compañía.

La mujer, descolocada, aceptó las rosas con una reverencia y la mirada turbada. Un mohín apareció en la cara de su señora ante la inesperada salida y la afrenta de haberse quedado sin las flores.

Raveworth volvió a pulsar el botón de su reloj. Violetas, violetas. No rosas amarillas. Pero nada estaba aún perdido. Marcó con los pies el lugar donde había estado situado, memorizó su postura y salió de nuevo hacia el mercado. No obstante no necesitó llegar hasta allí. No muy lejos de donde estaban encontró a una pareja paseando de la mano bajo la atenta vigilancia de un adefesio de carabina. La muchacha llevaba en su mano un precioso ramo de violetas imperiales que Raveworth se apresuró a tomar prestado. De vuelta junto a sus damas, recuperar la postura con el ramo en la mano que aún mantenía oculta a su espalda y... tiempo dentro de nuevo.

─Para usted me había permitido el atrevimiento de traerle este ramo.

Sacó el ramo de violetas y la felicidad regresó al rostro de su amada, junto a la habitual sorpresa y admiración.

─Muchas gracias, profesor ─aceptó el ramo y rozó la mejilla de Raveworth con sus labios.

Su dama de compañía carraspeó sin demasiado entusiasmo.

─Algún día tiene que explicarme cómo consigue acertar siempre, profesor. Me tiene realmente intrigada.

─En el mismo momento que me permita pedir su mano, adorable criatura del cielo.

El pestañeo coqueto de la joven fue acompañado por el bufido de su dama de compañía ante tamaña osadía del profesor.

─¿Me permiten gozar de su compañía mientras paseamos por estos idílicos parajes?

La pregunta iba más dirigida a la dama de compañía, férreo guardián del honor de su protegida. Raveworth descubrió en su mirada un pequeño destello de algo que creyó reconocer como celos, sensación que quedó reforzada por la forma en que la hosca mujer acercó el ramo de rosas a su cuerpo.

─Por supuesto, señor Raveworth ─consintió finalmente─. Pero procuré moderar esa lengua suya o tendré que invitarle a que nos deje.

Raveworth hizo una reverencia y los tres iniciaron el paseo por la alameda.




Ding, ding, ding, ding, ding. El primero de los relojes de su despacho anunció las cinco de la tarde. Le siguieron toda una cohorte de réplicas culminada por el sonido de las campanadas del reloj de la universidad. No se habían apagado aún sus ecos cuando alguien llamó a la puerta de su despacho.

Sin esperar respuesta, la puerta se abrió y en el marco apareció el hombre que había intentado hablar con él al finalizar su conferencia de la mañana. Raveworth le hizo entrar y le invitó a sentarse. El hombre se identificó como Jean Marie Besson, integrante del grupo de hombres de ciencia de la universidad de la Sorbona que estaban visitando la universidad de Raveworth. Su especialidad, al igual que la del profesor, era la física y ambos compartían la misma pasión por todo lo relacionado con los relojes. Hablaron animadamente durante horas de sus trabajos, sus estudios, las piezas de sus colecciones, hasta que finalmente el francés quiso ver el reloj de bolsillo del profesor.

─Una pieza magnífica ─comentó sacándolo del bolsillo de su chaleco─. Es la obra maestra de mi difunto abuelo, Dios le haya acogido en su seno.

Besson observó con detenimiento la pieza y asintió.

─Es exactamente tal y como me lo habían descrito.

─¿Perdón? ─preguntó sorprendido Raveworth.

─Oh, sí, perdone. Cuando esta mañana lo mostró en su conferencia el corazón me dio un vuelco. Mi padre me había hablado muchas veces de esta pieza, que creía perdida para siempre, y mi sorpresa fue mayúscula cuando le vi sacarlo de su chaleco. ¿Su abuelo fue, por un casual, el insigne relojero Martín Delacroix?

Raveworth asintió, alerta.

─Mi padre fue ayudante de su abuelo en París durante algún tiempo ─continuó el francés─. Juntos crearon varios de los mejores relojes de este continente y posiblemente del mundo. Esa que tiene usted en su mano fue su mejor creación, un reloj tan perfecto que llegaron a decir de él que compartía engranajes con la propia estructura del tiempo.

─Exagerado halago, me temo ─respondió nervioso el profesor─. No es la primera vez que se retrasa y debo llevarlo a ajustar ─mintió.

─Oh, lo lleva a ajustar... ¿Entonces no continuó usted con el noble oficio de su abuelo, ni tan siquiera como hobby?

─Me temo que no soy más que un buen coleccionista y un teórico ─reconoció francamente Raveworth─. No osaría manipular el mecanismo de ningún reloj, mucho menos el de uno con tanto valor sentimental para mí como este. Tenté esa afición en su momento e invariablemente conseguí estropear todos los relojes que toqueteé.

─Yo, sin embargo, sí continué la tradición de mi padre. No he llegado ni mucho menos a la altura de su maestría, de la que ese reloj es buena muestra, pero se me considera uno de los mejores expertos de Francia.

Un silencio incómodo se instaló entre los dos hombres, roto únicamente por la miríada de tic-tacs provenientes de los relojes de la habitación.

─¿Le importaría si tomo prestado su reloj para estudiarlo? ─inquirió finalmente Besson─. Mi padre me habló maravillas de su mecanismo y lo que más deseo en el mundo es poder examinarlo con detenimiento.

─Me temo que no va a ser posible, monsieur. Ya le he dicho que posee un gran valor sentimental para mí.

─Ese reloj pertenecía a mi padre, profesor Raveworth. Es el trabajo de toda su vida. Su muy insigne abuelo robó, sí, no ponga esa cara, robó el trabajo de mi padre y yo exijo su inmediata restitución en su nombre.

─Está usted loco, monsieur. Le ruego abandoné mi despacho ahora mismo.

Besson se levantó, clavó su mirada fría y resuelta en Raveworth y sin previo aviso se abalanzó sobre él para intentar arrebatarle el reloj.

El profesor pulsó el botón de su reloj, pero demasiado tarde. El francés había conseguido sujetar la cadena y ambos acababan de salir del discurrir normal del tiempo. Raveworth encajó un puñetazo de Besson y le devolvió un cabezazo como respuesta. Cayeron del sillón y se enzarzaron a rodar por el suelo, sin soltar ninguno de ellos el preciado reloj. Derribaron sillas, chocaron con la mesa del despacho y se propinaron mil y un golpes. El francés consiguió situar a Raveworth bocabajo en el suelo, inmovilizándole parcialmente. El profesor aferró con más fuerza el reloj. Besson tiró de sus dedos intentando rompérselos y consiguió hacerse con el reloj mientras el profesor se agarraba desesperadamente a la cadena del mismo. Si la soltaba quedaría paralizado como el resto del mundo y Besson podría desaparecer para siempre con su reloj. Consiguió revolverse y soltarse de la presa de su oponente. Aprovechó el instante para propinar un fuerte puñetazo en la mandíbula del francés con la mano libre mientras con la otra tiraba de la cadena del reloj para conseguir quitárselo en cuanto aflojase la mano. Y dicho y hecho, Besson aflojó levemente su presa y el tirón del profesor arrancó el preciado objeto de su mano, que fue a estrellarse contra la pata de la mesa.

Besson quedó paralizado en una rocambolesca postura de caída hacia atrás, con una mirada de terror insondable en su rostro. Raveworth respiró aliviado y se limpió la sangre del labio que le había partido el primer puñetazo del condenado francés. Devolvió el reloj al bolsillo de su chaleco y sin pensárselo dos veces tumbó al hombre al suelo y le arrastró fuera de su despacho, escaleras arriba, hasta la terraza del quinto piso del edificio. Lo colocó fuera de la barandilla, sobre la vertical de las afiladas verjas que se veían en el suelo, y lo dejó allí flotando. En cuanto regresase a su despacho reanudaría el tiempo y Besson dejaría de ser un problema.

Bajó las escaleras, entró en su despacho y recompuso el desorden. Nadie había podido escuchar la pelea y se le ocurrió que podía elaborar una sencilla y rápida coartada para el caso de que Besson le hubiese dicho a alguien que venia a verle. Reactivaría el tiempo mientras salía de su despacho, así la gente que había en el pasillo le podría situar allí en el momento del desgraciado accidente de la terraza y quedaría fuera de toda sospecha.

Compuso su traje, se arregló el pelo y abrió la puerta del despacho. Pulsó el botón del reloj y... nada.

Volvió a pulsarlo.

Nada de nuevo.

Horrorizado, una punzada de pánico le llevó a entender la mirada de terror de Besson. Corrió a la mesa de su despacho, desatornilló la parte posterior del reloj y ante él apareció el destrozado mecanismo que compartía engranajes con la propia estructura del ahora para siempre detenido tiempo.

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